El budismo emplea la imagen de un instrumento de cuerdas: si éstas están demasiado laxas, carecen de la fuerza suficiente para dar su sonido; si demasiado tensas, su sonido es crispado. En ninguno de los dos casos suena el instrumento de forma armoniosa. La vía media entre uno y otro extremos es la tan afamada propuesta por el budismo. Cuando emprendemos una actividad, a menudo oscilamos entre ambos polos: o bien nos perdemos por el lado del defecto, no sacando suficiente energía o motivación como para llevarla a término e incluso para iniciarla, o bien la emprendemos con tal fuerza que roza en tensión, impidiendo una naturalidad cómoda, despierta y eficaz.
La metáfora budista es muy útil para la cuestión del esfuerzo. Quizá pase por alto, pero la justa medida de las propias fuerzas, y en eso consiste un esfuerzo sano, es extremadamente importante en nuestras vidas. A menudo hay un desgaste innecesario que agota, como consecuencia, hay desgana y apatía. Empleamos esfuerzo no sólo en lo relativo a los actos corporales, a las actividades físicas que llevamos a cabo -como el deporte, el trabajo o la limpieza en casa- sino en todo: lo que pensamos y cómo pensamos, lo que sentimos, lo que decimos, lo que nos exigimos o pedimos, nuestras relaciones, etc. El esfuerzo está presente en todo en nuestras vidas y, por eso, es importante emplearlo con juicio, prudencia y justeza.
El esfuerzo sano es una vía media entre obligarse a hacer y pasar olímpicamente de ello: es dejarse en paz hacer lo que uno quiere, va viendo que puede y se siente cómodo haciendo. Y cuando uno se deja en paz, resulta que quiere hacer cosas, emprender proyectos y realizarlos. Si uno no consigue eso, por razón de desidia, entonces hay quizá un asociar el esfuerzo a forzamiento y agotamiento. Cuando uno sólo se esfuerza y no se fuerza, no se agota: esforzarse en la justa medida regala vitalidad porque la satisfacción que procura energiza.
Esforzarse es movilizar los propios recursos y energía en la realización de cierta actividad. Nos esforzamos, es decir, empleamos potencia para mantener la casa ordenada, aprender un deporte o un idioma, cuidar a un ser querido, llevar a término un proyecto, etc. Nos esforzamos cuando tenemos una motivación que nos impulsa. El esfuerzo es lo que brota naturalmente de uno cuando quiere algo, para conseguirlo.
Forzarse, por su parte, es esforzarse con crispación: de forma excesiva, tensa u obligada y sin motivación real. Forzarse es lo que se hace cuando uno se emplea en hacer algo que no quiere, o hasta un límite que en verdad no desea. Es una presión extra, un esfuerzo artificial dado que el esfuerzo natural no está. Es empujarse en una dirección a la que uno naturalmente no se dirige. Es, por tanto, forzar la máquina, violentarse. Esto, desde la óptica del budismo, es perfectamente disfuncional e insano.
A veces nos forzamos porque empujamos demasiado en una dirección: no reparamos en que estamos cansados y necesitamos bajar el ritmo. Ese es el menor de los males, porque de arreglo relativamente sencillo, aunque no deja de tener consecuencias que pueden llegar a ser graves. El mal mayor a mi juicio es confundir forzamiento con esfuerzo. Esta confusión se mantiene a base de costumbre. Y es que en nuestra sociedad dicha confusión es tradición. Observo en ello un problema en el cual merece la pena detenerse.
La confusión entre esforzarse y forzarse puede deberse a la creencia de que si no hacemos no merecemos, si no conseguimos no valemos: ese impulso afectivo -el de sentirse valioso- es tan fuerte que no podemos sino intentar suplirlo con las fuerzas que no tenemos. También puede responder a la tan habitual ausencia de escucha de sí: emprendemos actividades que no queremos emprender, nos embarcamos en proyectos que no terminan de convencernos, quizá por no defraudar a otro o por miedo al rechazo, a veces por el camino nos alejamos de nuestro objetivo convirtiéndolo en un imperativo…
Nuestra tradición está regida por un principio de acuerdo al cual el esfuerzo es un valor en sí mismo: todo lo bueno merece esfuerzo, mayor esfuerzo cuanto más alto el objetivo. El resultado es una máxima: hay que esforzarse. Ello no tendría por qué suponer un problema si no fuese por el «hay que». Esforzarse se ha convertido en un imperativo, en ocasiones sin importar hacia dónde sea dirigido. Si algo no cuesta no merece la pena. Las cosas más alabadas son las más difíciles, arduas y duras. Sin embargo, a veces el precio es demasiado alto: nos vemos poniendo excesiva energía en las cosas, a costa de nuestra salud física y mental.
En esta mentalidad nuestra, según la cual las personas no valemos por lo que somos sino por lo que hacemos, el enfoque del esfuerzo no puede sino ser problemático. Esforzarse para lograr, para valer -y no porque emana de uno la voluntad de poner energía en algo-, para llegar a un valor que no es intrínseco sino que se gana con el sudor de la frente. Un esfuerzo tal, con ese ansia básico de valer, no puede estar bien enfocado. Ese esfuerzo es crispado, desesperado y no conoce sus propios límites. Es un esfuerzo ciego que se convierte en forzamiento, del cual muchas personas somos presas.
Analicemos. Según dicha mentalidad de esforzarse para valer, ciertos cánones o ideales sociales establecen quién debo ser, cómo debo comportarme y qué tengo que lograr para ganare un valor. Uno aprende a actuar según eso y deja de escuchar sus anhelos y fronteras. El resultado es un caldo de cultivo muy propicio para el forzamiento.
En una mentalidad más sana, en cambio, el valor se tiene, o se es, de por sí: toda persona es vida, una semilla que naturalmente crece, florece, madura y muere. Ahí lo externo no dictamina lo que la semilla debe hacer de forma que ésta trata de plegarse: bien al contrario, la propia semilla va indicando hacia dónde dirigirse en función de lo que propicia su desarrollo y lo que no. Lo cual, traducido a lenguaje humano equivale a decir: «lo que me sienta bien y quiero lo hago y lo que no, no lo hago».
Así pues, en el forzamiento, el indicador de en qué debo depositar mi esfuerzo procede de fuera, mientras que en el esfuerzo natural, emana de dentro. Ese esforzarse desde dentro es la vía media del budismo.
Ocurre que si son cosas aprendidas o impuestas las que me indican a qué dedicar mi energía, el inicio del esfuerzo está ya viciado. Como naturalmente no queremos aquello a lo que nos estamos dedicando, necesitamos forzarnos para lograrlo: hay un gesto de más, un exceso, cierta violación, si se me permite la expresión. Esa es la sensación que puede uno tener al comportarse de tal modo: se siente forcejeado, abusado.
¿Por qué esforzarse más de la cuenta o en una dirección que no es la propia? ¿Sirve para algo? Es cuando nos esforzamos de forma natural que podemos dar lo mejor de nosotros mismos a la vez que nos respetamos. El esfuerzo sano nos devuelve energía: la energía es algo que si se moviliza de forma sana no se gasta, se multiplica. El forzamiento es lo que consume y caduca.
A veces la mente convierte la voluntad inicial de hacer algo en imperativo y, si en un momento dado se carece de energía para dedicar a ese objetivo, surgen la frustración, la auto-recriminación, incluso el remordimiento y el plantearse qué carajo de problema tiene uno para no conseguir ponerse a hacer algo que quiere hacer. Cuando así ocurre, nos estamos apegando al que fuera nuestro objetivo inicial. Olvidamos, en primer lugar, que es posible y legítimo cambiar de opinión y dejar de querer hacer lo que en su momento empezáramos. En segundo lugar, si nos replanteamos nuestra decisión y seguimos queriendo seguir en ese barco, ello no implica que siempre estemos en una disposición adecuada para dedicarnos a dicha empresa: hay etapas, hay momentos.
Esta conversión de algo que queremos en un imperativo, esta transición del ‘quiero’ al ‘tengo que’ es también oportunidad suculenta para el forzamiento. Cuando nos desconectamos de lo que queremos, cuando perdemos de vista el anhelo sincero, se oculta la motivación que nos invita a esforzarnos de forma natural. Y ahí empieza el problema. Ahora ya, al no estar presente el anhelo motivador, necesitamos forzarnos para ponernos en marcha, quizá sin darnos cuenta. Y ahí comienzan el desgaste y el sinsentido.
Convendría en tal punto que nos mantuviésemos atentos y nos preguntáramos: ¿por qué decidí en su día emprender esta tarea? ¿sigo queriendo aceptarla? ¿Tengo ganas ahora de dedicarme a ello? Si no tengo ganas, ¿por qué insisto? O bien, cuando nos esforzamos en exceso y nos agotamos, podemos plantearnos: ¿merece la pena que siga haciendo esto si necesito descanso? ¿Y si atiendo ahora a mis necesidades y retomo cuando haya descansado esta actividad? ¿Algo me lo impide?
En otras ocasiones hacemos lo que no queremos: porque se espera de nosotros, porque no osamos decir ‘no’, porque nos parece un deber… Ahí nos estamos forzando. Seamos más honestos, más veraces. Cuando uno asume una responsabilidad o un compromiso, lo sano es hacerlo porque se quiere, porque compensa, dadas las circunstancias, aunque no sea lo que más nos apetece. Si sopesamos con sinceridad, tratando de poner en pausa los condicionamientos sociales, entonces siempre hacemos lo que queremos. Hacer lo que uno no quiere es o bien una mentira -porque no se está siendo consciente de que se quiere- o bien una aberración -porque hay falta de lealtad propia-.
Veamos la distinción con la ayuda de un ejemplo. Algunos lectores sabéis que doy clase. Pues bien, mi idea es ser congruente con las filosofías que enseño, lo cual tiene muchas implicaciones. En una ocasión me vi habiendo aceptado muchos cursos en un corto período de tiempo: tenía tantas clases en una misma semana que iba preparándomelas como si de comer pipas se tratara: releía mis notas para y sólo para tener el trabajo hecho y poder dar la clase. El motivo de mis clases se iba con ello a tomar vientos. Entonces, paré e interrogué: ¿Por qué me está molestando preparar las clases si estas filosofías me mueven profundamente y me entusiasma compartirlas con los demás? ¿Por qué estudio y enseño esto? Estas preguntas provocaron un cambio en mí.
La preparación de la clase estaba siendo un intento de quitarme algo de encima y cumplir: había perdido de vista mi objetivo, ese que hace que me esfuerce con sentido y no me fuerce ciegamente en lo que hago. Es decir: me vi a mí misma obligándome a hacer un trabajo sin norte y por tanto sin ganas. La sensación era desagradable: estaba incómoda, no quería estar haciendo lo que hacía y sentir que no me quedaba más remedio que hacerlo. Estaba realizando el trabajo agitada y sin disfrute. Ahí pude darme cuenta de que la preparación de cada una de mis clases quería que fuese un ponerme en sintonía con lo que estudiaba, un pasarlo por mí, cada vez de nuevo, saboreando lo que iba a explicar a otros -dentro de mis límites-. Al volver a recuperar el sentido, no necesité ningún acto de voluntad: el esfuerzo vino solo y tranquilo. Ahí me sentí más leal, centrada y motivada.
El problema reside en separar la facultad cognitiva de la volitiva. Me explico: la sola fuerza de voluntad, sin una comprensión real de hacia qué la dirijo y por qué, es forcejeo y se agota con el tiempo. Por el contrario, si empleo esa fuerza siendo consciente de en qué la empleo y con conciencia de causa, entonces dicha comprensión hace emanar naturalmente un deseo que impulsa: una voluntad espontánea. Este último esfuerzo es sano, tranquilo y se mantiene en el tiempo precisamente porque no fuerza.
Acudamos a un ejemplo mundano: hacer una dieta. Una razón muy usual para hacer un régimen alimenticio es adelgazar. Observamos que cantidad de personas fracasan en el intento: a menudo logran cumplir durante un tiempo, tras el cual tiran la toalla. Y es que no parece haber comprensión de lo que hacen: hacer un régimen para adelgazar no siempre es un motivo suficiente para mantener el esfuerzo. Otra cosa es hacer una dieta por salud y cuidado: este motivo bien puede resultar más convincente, y de tal convicción emana la energía necesaria. A veces las razones que nos llevan inicialmente a animarnos a algo no nos persuaden lo suficiente como para mantener el esfuerzo de forma prolongada.
Cuando hacemos una dieta para adelgazar sin que este objetivo nos convenza podemos estar, para alargar el esfuerzo en el tiempo, forzándonos. Ahí nos desgastamos y no logramos nuestra meta. Sin embargo, si al darnos cuenta de tal cosa nos detenemos y planteamos: ¿por qué quiero hacer una dieta? ¿qué esfuerzos estoy dispuesto a hacer y cuáles no?, ahí la cosa da un giro. Ya no estaremos haciendo una dieta porque la sociedad nos dice que hay que estar delgado: o bien la continuaremos por motivos personales reales -que pueden incluir adelgazar-, o bien la abandonaremos porque nos daremos cuenta de que no nos compensa.
Personalmente, he observado que al pretender controlar lo que ingiero nunca me ha ido bien, y precisamente cuando he dejado tal afán de control he observado a mi cuerpo regularse solo. Al permanecer atenta a las necesidades de mi cuerpo, éste se alimenta como necesita, sin acudir a una dieta específica. Ahí, en esa atención y ese aplicarme para mantener mi cuerpo sano, he reparado en que hay un esfuerzo natural sin forcejeo que consigue la meta con mayor éxito que el antiguo modo. Es la diferencia entre esforzarse para comer sano y forzarse para ello. Se necesita más atención para esforzarse y el forzarse requiere de inconsciencia.
En la asunción de que para esforzarse es necesario forzarse, yace una desconexión de nuestro ser y una falta de confianza en él evidentes. Cuando queremos hacer algo, lo hacemos. A menudo creemos que para motivarnos, lo cual entiendo es necesario muchas veces en la vida, es crucial forzarnos a través de la sola voluntad: presionarnos. Sin embargo, hay una vía más tranquila y acorde: comprendamos por qué queremos hacer tal cosa, reflexionemos acerca de sus beneficios, poco a poco, pues los procesos de comprensión toman su tiempo. Sólo una fuerza de voluntad que acompaña a la comprensión es sólida y duradera. La voluntad por sí sola, sin ayuda de la comprensión, es ciega. Al igual que la comprensión sin acción se queda invalidada. Unámoslas: juntas forman un gran equipo.
El Sócrates de los Diálogos afirma que cuando vemos en algo un bien, naturalmente tendemos hacia ello: nuestra voluntad siempre se dirige hacia aquello identificado como beneficioso. Cuando la inteligencia dice «esto es bueno», la voluntad responde «voy hacia allí». Surge entonces un conflicto al detectar un bien en algo -en el nivel operativo, que no siempre coincide con el intelectual- y obligarse a tender hacia otro lugar: acontece una ruptura interna, una falta de coherencia que se vive como deslealtad propia.
El esfuerzo natural que no fuerza muestra confianza en esa energía que emana sola de la comprensión. A entendimiento adecuado (sammā-diṭṭhi), intención adecuada (sammā-saṅkappa), viene a decir el budismo. Y viceversa. De hecho, tan unidas están ambas facultades (entender y querer) para el budismo, que saṅkappa significa a la vez pensamiento y propósito o intención. Se trata simultáneamente de un pensar y un querer: es inclinación mental, aplicación del pensamiento y resolución: alude al pensamiento intencional que yace tras la acción, la disposición interna que mueve a actuar.
El forzamiento emana de la desconfianza: trata de ejercer el control, no deja que las cosas sigan su propio curso al no reparar en que hay un orden a ser respetado. El budismo diría que se trata de un esfuerzo apegado, y por tanto, nesciente y falaz. El esfuerzo desapegado, en cambio, es sapiente. Entre apego y apego del ego ‘yo’ (el tirar con exceso de la cuerda y dejarla floja), se halla el esfuerzo sano. Ambos extremos son kármicos: sólo la vía media no lo es.
Desde la perspectiva budista, el esfuerzo inadecuado provoca sufrimiento. Aun más, estrictamente, es sufrimiento, además de acarrearlo. El esfuerzo insuficiente, pereza o laxitud equivale al extremo de la adicción a los placeres, la exaltación de los placeres del ‘yo’. El esfuerzo excesivo equivale a la mortificación del ‘yo’. El esfuerzo equilibrado es aquél situado en la vía media entre ambos, es decir, aquél que no se lleva a cabo desde el ego.
Ni demasiado esfuerzo ni demasiado poco: ése es el esfuerzo natural. Si la mente es budeidad, límpida, como se afirma en los textos budistas, entonces un esfuerzo natural que brota de ahí es un esfuerzo naturalmente sano. El problema es que hay redes de complicaciones y hábitos insanos superpuestos a esa mente resplandeciente. La atención sostenida es el antídoto: se necesita para detectar qué procede de nuestra budeidad y qué de patrones artificiales. Dicha cualidad sapiente viene asociada a una cantidad medida, a no tensar demasiado ni hacerse pasivo: el esfuerzo sano implica ya, si hay atención mantenida, una cantidad equilibrada.