¿Qué es la confianza? Y, ¿en qué se confía? ¿En uno? ¿En la vida? ¿En Dios? ¿En los demás? También podría plantearse: ¿Por qué confiar? ¿Qué motivos tengo para confiar en lo que sea?
Os confieso una intimidad biográfica: he pasado muchos años de mi vida estando insegura, dudando de mí misma, tratando de encontrar razones que me condujeran a confiar en mí, porque esa falta de confianza me hacía polvo. Se traducía en indecisión, en sensación de soledad, de insuficiencia, en valorar por encima de mi criterio el criterio de los demás y, como consecuencia, en acudir a los otros continuamente para solucionar las situaciones de mi vida, es decir, en dependencia; y, por tanto, en fragilidad, en una impresión de falta de fortaleza.
Hasta que un buen día me di cuenta de que algo estaba fallando: ¿cómo es posible tanta búsqueda sin encuentro? La cosa no cuadraba. Había algo que no estaba bien planteado, porque, al lado de mi no hallar un motivo que me llevara a concluir que soy digna de confianza, sentía una profunda necesidad de confiar para vivir. ¿Cómo es posible que sienta un hondo anhelo de confianza y, sin embargo, la vida no me proporcione motivos para saciarlo? ¡Eureka! Es que confiar es sin porqué. O quizá sea, precisamente, por el mayor porqué de todos: por aquél que deja de ser un motivo parcial, que no pertenece al terreno de las razones y argumentos, sino de las necesidades existenciales. Confiar es sin porqué, o porque todo. Me explico.
Tenía la cuestión puesta al revés. Estaba contemplando la historia dada la vuelta. Con atino advierte Wittgenstein —filósofo austríaco del s. XX— que con las preguntas filosóficas sin solución lo que ocurre es que están mal planteadas. Por eso mismo suele afirmarse en filosofía que un interrogante bien formulado lleva implícita la respuesta.
No es que como requisito para confiar en mí necesite pruebas que me demuestren que puedo reposar en mí o fiarme de mí. Es justo al revés: al confiar uno en sí mismo aparecen las pruebas, que dejan de ser tales y constituyen más bien muestras. Cuando no confía uno en sí mismo resulta algo patoso: las cosas no le salen bien, con gracia, con fluidez, con inteligencia. Dubitativo y temeroso, no se centra, no osa, no termina de aventurarse. Y entonces lo que hace, con tal disposición, no resulta muy exitoso. Y claro, ¿qué ocurre entonces? Que el desconfiado obtiene confirmación para proseguir no confiando, para continuar dudando de sí. Es como la tragedia de Edipo: la profecía cumplida, el no desear que algo suceda y sentir que a pesar de ello es inevitable.
En cambio, cuando uno confía se lanza con valentía, sin desperdiciar energía en dudar acerca de sí mismo y su capacidad, entonces aporta lo mejor de sí mismo en lo que emprende. Casi sin plantearse si hace o no hace, si puede o no puede se pone a ello, enfoca toda su energía y atención, y, como consecuencia, las cosas le salen mejor, de modo más eficaz y espontáneo. Su potencia, su capacidad se despliega con naturalidad, sin obstáculos. Se le brinda una oportunidad. Y no seremos brillantes en todo, pero lo seremos en algunas cosas, descubriremos para qué actividades estamos dotados y para cuáles no tanto. Y sobretodo, descubriremos que para el buen vivir, para la alegría, la paz, el contento y la plenitud estamos todos bien abastecidos.
Con desconfianza, se cosecha desconfianza: al desconfiar uno de sí, lo que hace es digno de desconfianza. Dicho de otra forma, si el punto de partida es la desconfianza, también lo es el punto de llegada: sin oportunidad al principio (y eso es desconfiar de sí o de lo que sea: no concederle una oportunidad), la oportunidad final queda vedada. La desconfianza es un círculo vicioso frente al cual solo podemos agarrar coraje y cortarlo con una firme podadera. Sin más. Porque no funciona, porque nos hace desgraciados y atormentados, porque no somos propiamente cuando desconfiamos de nosotros, porque no nos permitimos ser en fluidez, porque no estamos creyendo que hay algo valioso en nosotros que podamos ofrecer y, por tanto, nos prohibimos poder ofrecerlo.
Por eso es tan importante ofrecer confianza a los niños para que crezcan adecuadamente: si les transmitimos incapacidad (miedo a que caigan, inseguridad, sobreprotección, juicios del tipo “lo haces mal”, etc.), entonces no se ven capaces de sacar de sí su potencial. Pero si les transmitimos que pueden (dejarles caer y levantarse, ánimo para arriesgar, juicios del tipo: “lo haces bien”, etc.), entonces hacen emerger de sí mismos cuanto necesitan para evolucionar. No por nada, sino porque realmente lo que necesitan mora ahí de forma latente: solo es requisito permitir que brote creyendo que, efectivamente, está.
Y lo propio hacia nosotros mismos: un voto de confianza es condición para avanzar en nuestras vidas. Tratémonos como niños, alentándonos como a semillas, confiando en que hay ahí todo un mundo esperando emerger. Y emergerá, naturalmente, gracias a la confianza, o mejor dicho, porque la desconfianza no lo impide.
Así que lo gracioso de la vida parece ser lo siguiente: no obtenemos pruebas de que podemos confiar hasta que no hemos ya confiado. Y eso es la fe. Ciega, sí, al inicio. Después, de premio por haber confiado, obtenemos confirmaciones, cada vez más fuertes y numerosas. Pero el punto de partida ha de ser la confianza.
Aquel buen día andaba yo apasionada con La confianza en uno mismo de Emerson —que recomiendo vivamente al lector—. Aquel día la vida parecía decirme: la confianza no es un punto de llegada, sino de partida. Es la oportunidad que uno se da a sí mismo para vivir –entiéndase ‘vivir’ como ser lo que uno es. Déjate en paz, deja de enjuiciarte y ve qué haces y qué eres cuando no jodes con qué eres y qué haces. Cuando uno así hace, lo que ocurren son milagros: actos con gracia natural, amor, inteligencia, energía, virtud en el sentido spinoziano de potencia, de poder. Así, entendía que al no confiar uno en sí mismo, lo que se hace es, nada más y nada menos, no darse una oportunidad a sí mismo, no darle una oportunidad a su propia vida, no darse una oportunidad para vivir.
Recientemente una buena amiga me contaba que fue en una ocasión a patinar con sus hijos. Ella no sabía patinar, pero cuando se puso los patines y se lanzó a la pista no recordó ese dato. Así que se puso a patinar. Al momento en que recordó que no sabía patinar cayó al suelo. Le invadió el temor, se quitó los patines y dejó de patinar. ¿Por qué? Porque “no sabía” patinar. Es una buena metáfora de lo que nos ocurre a muchos en algún momento de nuestras vidas. A veces nos decimos: no sé vivir. Y entonces dejamos de saber vivir. Sin embargo, cuando no nos decimos eso, sabemos perfectamente vivir, nos las arreglamos sin problema.
Esto sirve para mostrar que desconfiar es poner obstáculos para lo que naturalmente se despliega con fluidez. Digamos que los seres humanos (y vivos en general) somos como semillas, que contienen todo un potencial de desarrollo en su interior, si las condiciones externas permiten el despliegue: agua, luz, tierra fértil y, básicamente, dejarlo en paz (no arrancarlo, no sabotearlo, no maltratarlo, que es a veces lo que hacemos con nosotros mismos). Esa semilla, si cuenta con tales condiciones y nada se interpone en su camino, va creciendo hasta convertirse en una preciosa flor, pasando por fases de una belleza genuina. Lo mismo ocurre con nosotros. Tenemos, o más propiamente somos, semillas.
¿Qué sucede con la desconfianza? La desconfianza es la creencia de que no somos semillas continentes de un valioso potencial: es el sabotaje del despliegue, el maltrato del brote de la flor.
Si creo que no soy capaz, no podré comprobar que lo soy. La vida me da una gracia que me hace no solo capaz, como adjetivo mío, sino capacidad, como sustantivo propio –aunque más bien somos verbo: hacer. Ahora bien, si pensamos que no podemos, porque nos pensamos poca cosa, entonces nos quedamos quietos y no vemos que nuestro elemento es el movimiento (la capacidad, la potencia). Y la vida, siempre tan inteligente, nos muestra a través de una profunda insatisfacción que no estamos hechos para eso, que nos estamos traicionando: nos pone una chincheta en el trasero para que nos levantemos de un salto. ¡Pícara, la vida!